miércoles, octubre 07, 2009

UNA MANCHA...


El semestre estaba llegando a su fin y había poca gente en la universidad donde había enseñado ese semestre, era lo único que hacía por esos días: clases de guión. Dos grupos, inmensos, chicos muy jóvenes de diversas ciudades de Colombia que me escrutaban como si pensaran que a través de mi mirada descubrirían el mundo. Me acerqué a uno de ellos, John, desde su primer ejercicio de escritura supe que tenía muchas historias por contar. Ahora mis clases ya se acababan y yo sentía que a él le faltarían muchas más decir. Me dijo: "profe, me voy", lo miré un tanto asombrada, cómo, le dije, si te ha ido tan bien acá, sos muy bueno. No profe, no me ha entendido, me voy a estudiar literatura, usted me cambió la vida, profe. Ya hablé con mis padres y ellos están de acuerdo. A mí en ese momento no me importó un ápice que se me llenaran los ojos de lágrimas, la partida de John era tal vez la primera gran pulsión que necesitaba para amar con gran fuerza la docencia.
Pero no lo dejamos ahí, decidimos unos pocos reunirnos los sábados con el sólo interés de leer y escribir por un rato, era similar a un taller, pero sin reglas, sin maestros, o sí, los grandes escritores que leíamos. Después, una sola intención y una sola intensidad: contar historias.
Algunos años han pasado desde esa tarde, hoy me llegado este mensaje que nace de esos sábados en la tarde, me llena tanto de emoción que simplemente lo reproduzco junto a un cuento de John:


Rezagos de las lecturas en voz alta y de los talleres de escritura: Esto lo publicó una amiga mía casi sin darme cuenta, hasta que hoy alguien me llamó por teléfono y me dijo q' le había gustado lo que escribí; no sabía de qué me estaba hablando, hasta que me dio el link y me puse a buscar en esta revista. No sé pero de todos modos chequeénlo, e igual, cuando lo leí me acordé de las tardes en que todavía escribía como una cascada y en el que las palabras eran como imágenes rápidas sin que todavía llegara la pausa, en esas veces en que ibamos los fines de semana a escribir donde la "profe".


Una mancha, una casa, dos manchas, un vecindario,
tres manchas, un barrio, un bloque,
una azotea, un ladrillo, unos muros, un potrero, un
caño, muchos muros. Una mancha, un paradero, dos
manchas, el camino de un zorrero, tres manchas, los
parqueaderos y los autos abandonados, un ladrillo, fin
de la ciudad, un bloque, muchos bloques. Ladrillos, pedazos
de tierra esparcidos por las periferias, muros de
arena que ocultan el oriente, construcciones de cubos
de arcilla donde todos se hacinan, donde los parlantes
escupen música por las esquinas, los buses devoran a las
personas, donde no hay aire y espacio, donde todos sueñan,
nadie dormita y alguien se busca la vida gritando
en las esquinas. En todos los ladrillos que observo, en
todo lo que se escapa con el letrero de EMERGENCIA
de los vidrios y que hace parte del paisaje por la ventana,
en los derredores de la ciudad, todo esto que cuelga,
que se amarra a través de las laderas de los cerros y de
los inmensos árboles que se estancan en los humedales,
hay personas que viven suspendidas, pendiendo a través
de nudos, colgados con sus casas sobre tendederos de
ropa, sujetados por ganchos que se aferran al cielo, más
allá de los puentes y los edificios altos. Y los ladrillos,
los muros, las calles, los barriales, las vitrinas, las verduras,
los puestos de madera y las astromelias, los avisos
de colores, expuestos al sol y al agua, tendidos bajo el
hedor de los basureros y los mosquitos del río. La gente
va y viene, astillando las montañas, pulverizando a
la tranquilidad, sujetándose como puede para no caer,
para no desengancharse y dar contra el suelo, subsistir
a través del viento y sobrevivir de los fuertes aguaceros
de la sabana y resignarse. Los ladrillos, los bloques, las
casas, las manchas. Y alrededor de la ciudad gente colgando,
personas a millares, chocándose unas con otras
como termitas y carcomiendo lo que encuentran con el
favor de Guadalupe, el Divino Niño y el Señor de Monserrate,
sobre un inmenso pedazo de madera a punto
de colapsar.


John Edison Carrillo



 


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