jueves, agosto 24, 2006

¡Y qué son veinticinco años!

Viernes Común. Jorge Botero Luján
Jorge Botero Luján El negocio
A Orly, que me lo contó…
-Nunca voy a poder olvidar el terror en su rostro. -¿Qué decís, Martín? -Nada hermano, aquí pensando muy duro. Más bien sígame contando lo de sus grabaciones. ¿Usted sí hizo lo que quería, no? Siempre payaseando, no hacía más, tan bacano. Se la pasaba cantando, es que yo me acuerdo que siempre fue el centro de atracción. Y mire, lo logró. Falta, falta mucho, le dije. ¿Qué era lo que había pasado con Ortega en estos veinticinco años? En su rosotro había tanto dolor, y cómo no iba a estar allí, era más que el máximo dolor, más que miles de culpas que no encontraban jamás la calma. Veinticinco años después de graduarnos del colegio, nos habíamos citado. Primera regla: nada de mujeres, mucho, pero mucho trago y juerga hasta el amanecer, celulares apagados y desayuno en donde siempre, la 42 con “transmi”, porque ya “la Caracas” había quedado en el olvido, como tantas cosas de nuestras historias. Ocho en punto y sin falta en el salón alquilado por el gordo Zabaleta, ahora el súper abogado y representante a la cámara, quién iba a creerlo, el gordo era el más idiota de todos, lo llevábamos a toda parte como si fuera el comodín. Me acuerdo una noche que nos fuimos de putas y lo dejamos cuidando los carros afuera, cuando salimos, casi seis horas después, estaba lívido y tieso, pobrecito el marica, tiritaba del frío, pero firme, preparándose ya para prestar el servicio militar que un año después lo retornó a casa con medallas y honores. La reunión y el desparpajo avanzaban y con ellos la desfachatez para contar secretos bien guardados desde hace muchos años. Algunos ya estaban barrigones, tenían dos o tres hijos y la mayoría ya íbamos en el segundo o tercer matrimonio. ¡Quién se lo iba a imaginar!, me volvió a decir Martín Ortega. -Cada vez que lo veo en cine o en televisión, me da un orgullo el berraco, de verdad, no le miento. A todo el que esté cerca le digo que estudiamos juntos, que lo conozco desde que era un peladito. -¿Y usted qué Martín? ¿Estudió odontología, no? Eso era lo que usted decía que iba a ser. Martín balbuceó algo inentendible, sólo muchas horas después le pude comprender. -Desde hace veinticinco años sueño con ese rostro de horror. -¿Entonces qué?, dijo el gordo, ¿me imagino que les gustó el salón, o no? Ni se les vaya a ocurrir decir nada, y eso que no les pude traer a las niñas de La Piscina para una funcioncita, pero si quieren nos vamos para allá, la mesa está servida pa’lo que quieran generación 80. -Ni pu’el putas, gritó Abello, el cirujano que ahora se ufanaba porque sus mejores clientas eran modelos y actrices. -No viejas, dijimos y es no viejas, además que voy a andar entecándome con esas perras, si todos los días tengo las qué mamacitas. -Uy, cuidado que habló el de mejor familia, le dijo el gordo dándole una palmada ni la verraca en el hombro. -Diga la verdad Abello, de seguro Eduardo ya pasó por sus manos. -Pues aún no ha tenido el placer. Repliqué yo, sin dejarlo respirar. Además cuándo y cómo, si el Abello por ética no le hace ni la consulta a los meros machos. Todos soltamos la carcajada, menos Martín que ya comenzaba a preocuparme. Sus ojos parecían dos bolsas a punto de estallar a borbotones. -¿Qué es lo que no podés olvidar hace veinticinco años, Ortega? -¿Se acuerda de la rumba de grado? -¿Y cómo se me va a olvidar? Su papá le regaló un Zastava verde último modelo y esa noche todo el mundo lo jodió para que le prestara el carro, hasta yo me di la vueltica. ¡Qué borrachera tan tenaz la que nos pegamos! -Sí, demasiado licor, no he debido nunca salir Martín, nunca. -No, peda la que me pegué yo, dijo Bernal mirando el celular. Tenía hasta el momento diez llamadas perdidas de su tercera mujer. -Ahí perdonarán la interrupción pero es que como dice Lucía, mi hija… -¿La que tiene 20 añitos?, le preguntó Jorge Carrasco, que ahora es profesor en una prestigiosa universidad y se la pasa queriendo encontrar el amor de su vida en sus alumnas veintitantos años menores que él. Bernal borró su sonrisa en dos segundos. -¡Ni se le ocurra Marica, a mi niña ni se la presento, qué tal! Volvió a sonarle el celular. Qué mujercita tan intensa esta que me conseguí, ahora cuando llegue seguro que le ha echado candado a la puerta, me tocó buscar donde dormir. -Hágase el pendejo Bernal, que yo el otro día lo vi en qué rumbota con la vieja esa, la amigovia que tiene hace como quince años, ¿cómo es que se llama? ¿Tatiana? Bernal se quedó callado, pensando seguramente en el amor que siempre ha tenido a centímetros de su mano, y quién sabe por qué lo ha dejado en los mismos términos. El gordo le echó mano a Ricardo Bernal, pero seguramente por proteger a Tatiana que ha sido su amiga desde que eran niños y para los dos el tema tiene carácter de intocable. -El calor es mejor calmarlo con ésta dieciocho años amigos míos, dijo el gordo Zabaleta, mientras colocó en la mesa el whisky que fue pasando de boca en boca sin temor a ningún tipo de formalismos. El licor hizo que Martín dejara escapar unas cuantas lágrimas, intentó disimularlo y cuando iba a preguntarle de nuevo, alguno interrumpió. -Ahora, sí, llegó la hora de la verdad huevones. Para ser más exactos, era nada menos y nada más que Fabián Rosero. Le decíamos el sapo, porque siempre estaba listo en primera fila. Su confesión nos dejó locos, pero jamás nada, como lo de Martín. Nadie se imaginaba que Rosero con esa cara de idiota regalado y chupamedias, resultara siendo el primer promotor del negocio que montaron con los exámenes finales de sexto. -¿En serio? ¿Fuiste vos? No jodás, no te creo. Seguía siendo tan flaquito, feo y bajito como antes. Por eso fue que el Gordo Arizabaleta se aprovechó, y entre los dos montaron el negocio, según las nuevas cuentas, el propio Rosero le propuso al gordo todo. Arizabaleta cayó al piso porque no se aguantó la risa, nos contó cuando el solapado de Rosero se metió debajo de la reja del cuarto donde hacían los esténciles de las pruebas. ¡Ah, negocio el que se montaron el este par! Martín sonrío, tal vez acordándose que él también había caído redondito, fue del que más se aprovechó el gordo. ¡Claro, como Martín era el de más billete del salón! -¿Entonces? ¿Cómo así que tenés un consultorio pequeño en el Restrepo y cobrás cagados tres mil pesos por calza? Pero seguro montaste el súper consultorio en el norte donde sí cobrás de verdad. No, ¿para qué?, me dijo. Si vivo ahí a la vuelta. Claro, en el apartamentazo, mínimo tenés hasta tu edificio propio, no digás huevonadas. -No hombre, vivo en arriendo, es pequeñito el sitio en donde vivo. Con lo que gano no alcanza para más. Los de la generación 80 se callaron, sin darle crédito a Martín Ortega. -¿De qué hablas pajudo?, le dijo Arizabaleta. Si tú papá hasta hace un mes estaba en la corte suprema y tenía uno de los mejores sueldos, ahora vos, hijo único, heredero, niñito consentido de papá y mamá, ¿te las vas a venir a dar de abogado de los pobres? ¡A otro güevón con eso! Todos miramos a Martín, esperábamos explicaciones. Pero tal vez, ninguno se imaginó siquiera la clase de historia que nos iba a contar. El silencio inundó el salón mientras el rostro de Martín se dejaba ahora sí invadir por las lágrimas que se lo estaban carcomiendo desde que llegamos al salón. Y habló, habló sin parar hasta dejarnos a todos en el asombro completo. -Esa noche que nos graduamos tomé de todo, ya cuando estaba mamado de que todos quisieran darle vuelticas a la cuadra en mi carro, me volé sin decirle a nadie. Abrí las ventanas y no me importó que comenzara a llover y a mojarse el carro. La lluvia caía sobre mi rostro y yo saboreaba las gotas como si estuviera todavía bebiendo licor. Cerré los ojos, en la autopista, ¡qué imbécil!, sólo a mí, claro, totalmente borracho, se me podía ocurrir hacer algo así. Los abrí de nuevo por el tremendo golpe que cimbró en mis oídos dejándome sordo y mudo al mismo tiempo. Las manos de ese hombre se agarraron al parabrisas y su rostro, ese que no he podido olvidar hace veinticinco años, se quedo ahí, como prendido del vidrio, luego desgarró ese grito de dolor que me ha despertado casi todas las madrugadas en este tiempo. No sé si lo maté o no lo maté, hijueputa. Su cuerpo salió rodando hacia le pavimento y yo lo único que pude hacer fue salir embalado hacia la carretera, fui a dar a Girardot sin ni siquiera pensarlo. A partir de ese momento me encerré a cumplir mi sueño de ser odontólogo. Muchas veces los vi a ustedes en la calle, pero me escondí, siempre pensé que apenas me vieran se me iba a notar de una toda esta mierda que tengo dentro. La semana pasada, hasta tuve el momento para esconderme, pero preferí que el gordo me alcanzara en plena plaza de El Rosario. Ni sé, seguramente porque ya no me aguantaba más este taco asqueroso que tenía en el cuerpo y en el alma, ¡maldita sea! No sabía si venir o no, no sabía cómo contarles esto que no me deja ni caminar en paz, pero lo tenía que hacer; tal vez, ahora cuando llegue al cuchitril donde vivo, pueda por fin gozarme la vista a un parque muy bacano que hay al frente, tal vez, al menos, pueda volver a dormir, como nunca lo pude hacer desde aquella noche hace veinticinco años, cuando finalmente logré escapármeles sin saber que nunca más alcanzaría la tal libertad con la que tanto soñábamos.

2 comentarios:

Andrea Estrada Gutiérrez dijo...

Me gustó la forma como uno conoce una historia sólo a través de los diálogos. Aunque yo soy partidaria de las acciones, más que de los textos, pude ver realmente lo que hacías estos amigos.

Liliana Sáez dijo...

A mí me gustó el armado de la historia. Una reunión preparada entre amigos de hace años, facturas pendientes por cobrar y el cierre, inesperado, sencillo porque pudo haber pasado (digo, creíble, verosímil) y el despliegue de los fantasmas que tiene Martín, que pueden parecerse a los de cualquiera: porque en un segundo, nuestra vida pueden volverse otra muy distinta.

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