Al despertar todos lo habían olvidado. Sabían donde se encontraban, sus ojos les explicaron en el primer parpadeo, reconocieron, tal vez recordaron, pero aún no entendían muy bien qué. El lugar era amplio, la luz penetraba todos los resquicios de lo que parecía un gran invernadero rodeado de un bosque no demasiado tupido. Internándose un poco, una cascada fresca, cristalina, ideal. Aunque ninguno comprendía quién y cuándo se había implantado tal ideal.
Tenían conciencia clara de lo que significaban sus piernas, avanzaron solitarias sin que se les marcaran los pasos, con certeza servían para caminar y correr, pero había algo mejor, zangolotearse al ritmo del viento que se esparcía en ese atardecer cuando ya el sopor de quién sabe cuántos crepúsculos anteriores los había distraído. Sabían también cómo usar sus manos, frente a ellos encontraron sus herramientas de trabajo y nadie tuvo que enseñarles la razón de cada artefacto, ni el proceso a seguir. Encajaron en cada mano como si los hubieran diseñado a su justa medida, los presentes se acercaron al instrumento que creían acordes a sus medidas y emprendieron sin chistar sus labores. Y sí, ninguno musitó palabra, pero ya sabían que las frases emanaban de sus bocas, o mejor, unos pocos susurros casi imperceptibles comenzaron a escucharse cuando penetró en el invernadero un aroma de jazmines tan poco discreto como un fandango.
Alguno de los invernantes, el Curioso, mojó sus labios instintivamente y sin preverlo emitió un quejido que llamó la atención de los otros, pero nadie se atrevió a mirarlo a los ojos. Volvieron a concentrarse en sus artefactos que ya parecían activarse con exclusiva independencia. El curioso preguntó a sus compañeros si era él solamente o si todos sentían el mismo vacío que intentaba doblegarle la espalda, ese olor que no se explicaba de dónde provenía le recordó que debía alimentarse. Él no la había visto, pero los otros le señalaron una gran despensa donde encontraría todo tipo de víveres para saciarse.
Al regresar pasó una mano por el vientre y una leve sonrisa satisfecha surcó su boca mientras caminaba hacia los invernantes. Lo que todos esperaban era que se sentara para retomar su oficio sin provocar un nuevo desatino. Pero no fue así. Otro, el Cercano, no soportó la curiosidad, la felicidad que parecía salirse por los poros de su compañero.
El Cercano observó acucioso al que continuaba satisfecho, y éste le sonrió a sus anchas. Los dientes brillaron perfectos, cosa curiosa en los presentes, las dentaduras eran casi idénticas, de seguro esculpidas por el mismo artesano y hasta con colores tan exactos que no habría duda de su mismo origen. Aunque no coincidían sólo en ello, vestían de igual manera, sus masas corporales eran demasiado similares. Algo tendría que diferenciarlos, eso pensaban sin atreverse a pronunciarlo.
Faltaba poco para que entendieran. ¿Comenzaron a recordar? ¿Qué era lo que se abandonaba en olvido? ¡Eran o no distintos! El Cercano no lo resistió más y también le sonrió al Curioso. Después ya no hubo quién pudiera detenerlos. El Curioso se incorporó aunque los invernantes, incluso el implicado comenzaron a sentir temor. Entonces detuvieron la rutina y se permitieron observar al Curioso que se acercaba fascinado al Cercano. Le tocó los labios despacio, ¿tenía migajas de algo? No, no era eso. ¿Eran sus dientes los que lo deslumbraban? Tampoco. Se acercó más, lo olió, saboreó el aliento que gorgoteaba desde los labios que volvieron a mojarse. Y se acercó aún más, para acariciar los labios a escasos centímetros, con los suyos. Después, ya no pudo contenerse. El control no era lo que iba a reinar. Entendió qué era lo que le hacía falta. Ahora lo sabía, cada prolongación de su cuerpo no sólo era una prueba de eficacia, el porqué se hacía desmemoria hacía parte de otro asunto. Pero lo imperdonable era no recordar que además de hablar, comer y sentir, la boca, además, besaba.
Los otros atraparon al primero que sus ojos tuvieron cerca y la tarea siguiente fue imitarlos. Los pareja inicial, ya imparables, comenzaron a entrar en el sopor que los hizo perderse en medio de ninguna parte. De un momento a otro la inenarrable escena provocada por la fantástica poesía que burbujeaba de los labios invernantes produjo temblores y tal éxtasis que se escucharon primero unos cuantos gritillos, luego, gemidos escandalosos, hasta que finalmente llegó el desmayo de toda la comuna, ése que los llevó de nuevo al ensueño y al olvido.
Adriana Villamizar Ceballos
Junio 9 de 2011.