martes, junio 14, 2011

Fantástica Poesía





Al despertar todos lo habían olvidado. Sabían donde se encontraban, sus ojos les explicaron en el primer parpadeo, reconocieron, tal vez recordaron, pero aún no entendían muy bien qué. El lugar era amplio, la luz penetraba todos los resquicios de lo que parecía un gran invernadero rodeado de un bosque no demasiado tupido. Internándose un poco, una cascada fresca, cristalina, ideal. Aunque ninguno comprendía quién y cuándo se había implantado tal ideal.


Tenían conciencia clara de lo que significaban sus piernas, avanzaron solitarias sin que se les marcaran los pasos, con certeza servían para caminar y correr, pero había algo mejor, zangolotearse al ritmo del viento que se esparcía en ese atardecer cuando ya el sopor de quién sabe cuántos crepúsculos anteriores los había distraído. Sabían también cómo usar sus manos, frente a ellos encontraron sus herramientas de trabajo y nadie tuvo que enseñarles la razón de cada artefacto, ni el proceso a seguir. Encajaron en cada mano como si los hubieran diseñado a su justa medida, los presentes se acercaron al instrumento que creían acordes a sus medidas y emprendieron sin chistar sus labores. Y sí, ninguno musitó palabra, pero ya sabían que las frases emanaban de sus bocas, o mejor, unos pocos susurros casi imperceptibles comenzaron a escucharse cuando penetró en el invernadero un aroma de jazmines tan poco discreto como un fandango.


Alguno de los invernantes, el Curioso, mojó sus labios instintivamente y sin preverlo emitió un quejido que llamó la atención de los otros, pero nadie se atrevió a mirarlo a los ojos. Volvieron a concentrarse en sus artefactos que ya parecían activarse con exclusiva independencia. El curioso preguntó a sus compañeros si era él solamente o si todos sentían el mismo vacío que intentaba doblegarle la espalda, ese olor que no se explicaba de dónde provenía le recordó que debía alimentarse. Él no la había visto, pero los otros le señalaron una gran despensa donde encontraría todo tipo de víveres para saciarse.


Al regresar pasó una mano por el vientre y una leve sonrisa satisfecha surcó su boca mientras caminaba hacia los invernantes. Lo que todos esperaban era que se sentara para retomar su oficio sin provocar un nuevo desatino. Pero no fue así. Otro, el Cercano, no soportó la curiosidad, la felicidad que parecía salirse por los poros de su compañero.


El Cercano observó acucioso al que continuaba satisfecho, y éste le sonrió a sus anchas. Los dientes brillaron perfectos, cosa curiosa en los presentes, las dentaduras eran casi idénticas, de seguro esculpidas por el mismo artesano y hasta con colores tan exactos que no habría duda de su mismo origen. Aunque no coincidían sólo en ello, vestían de igual manera, sus masas corporales eran demasiado similares. Algo tendría que diferenciarlos, eso pensaban sin atreverse a pronunciarlo.


Faltaba poco para que entendieran. ¿Comenzaron a recordar? ¿Qué era lo que se abandonaba en olvido? ¡Eran o no distintos! El Cercano no lo resistió más y también le sonrió al Curioso. Después ya no hubo quién pudiera detenerlos. El Curioso se incorporó aunque los invernantes, incluso el implicado comenzaron a sentir temor. Entonces detuvieron la rutina y se permitieron observar al Curioso que se acercaba fascinado al Cercano. Le tocó los labios despacio, ¿tenía migajas de algo? No, no era eso. ¿Eran sus dientes los que lo deslumbraban? Tampoco. Se acercó más, lo olió, saboreó el aliento que gorgoteaba desde los labios que volvieron a mojarse. Y se acercó aún más, para acariciar los labios a escasos centímetros, con los suyos. Después, ya no pudo contenerse. El control no era lo que iba a reinar. Entendió qué era lo que le hacía falta. Ahora lo sabía, cada prolongación de su cuerpo no sólo era una prueba de eficacia, el porqué se hacía desmemoria hacía parte de otro asunto. Pero lo imperdonable era no recordar que además de hablar, comer y sentir, la boca, además, besaba.


Los otros atraparon al primero que sus ojos tuvieron cerca y la tarea siguiente fue imitarlos. Los pareja inicial, ya imparables, comenzaron a entrar en el sopor que los hizo perderse en medio de ninguna parte. De un momento a otro la inenarrable escena provocada por la fantástica poesía que burbujeaba de los labios invernantes produjo temblores y tal éxtasis que se escucharon primero unos cuantos gritillos, luego, gemidos escandalosos, hasta que finalmente llegó el desmayo de toda la comuna, ése que los llevó de nuevo al ensueño y al olvido.



Adriana Villamizar Ceballos
Junio 9 de 2011.


miércoles, diciembre 22, 2010

martes, octubre 26, 2010

La mano extendida


Habían transcurrido varios días pero la imagen seguía allí, indeleble; de pronto llegaba a su mente como obligándole a recordar que sí, eso era lo cierto, cada instante era sólo producto de un sueño corto, pero igual, por alguna insistente razón permanecía en sus desvelos. Conocía perfectamente a la mujer de su sueño, la escuchaba y se deleitaba con sus resplandores púrpuras, nunca le molestó que ella invadiera sus secretos con toda la perspicacia y amor que lo sorprendían, pero, como siempre estaba allí la palabreja; María se lo había dicho con todos los preámbulos y en los idiomas que había logrado aprender en los yonosecuántos años que decía llevarle de vida, de amores, desamores y tantas, demasiadas, melancolías.

Amos Rey lo único que quería, por ahora, porque él tampoco podía vislumbrar en qué tamaño de enredo se quería dejar envolver, por eso sólo ansiaba entender el porqué de la alucinación que lo invadió aquella noche, cuando sintió que tocaba a María. Aquella misma noche en que celebró por el amor más allá de la muerte entre Adriano y Antinoo, finalmente se liberó de ese encantamiento sin razón en el que había caído por alguien, que hoy, ya ni deseaba pronunciar con las palabras del amor.

María descubrió ante los ojos de Amos el poema de Pessoa y qué iba a imaginar si quiera lo que le sucedería, no pretendía nada distinto, que pudiera sentir ese mismo goce que se desbordó en ella la primera vez que disfrutó cada una de esas palabras. Es verdad, sólo eso intentaba y seguía repitiéndole diariamente que no lograrían vencer los mil y uno intríngulis, aunque para no andar con muchos rodeos, lo cierto es que a ella le tocaba nombrarlos día y de noche para no caer en el embeleso saciado de borbotones y efervescencias que Amos le producía.

La mano de Amos seguía extendida, en el sueño, y ahora en la duermevela de María que hasta le exigía que saliera despavorido de su vida, aunque muy adentro, allá en su mar de melancolías se preguntara si era justo con ella misma que se hubiera impuesto como filigrana el nombre de la canción de Annie Lenox; ¿por qué martillaba en su vida y en su cuerpo estigmas de No more I love you’s? Ni ella misma lo entendía. Pero aireada levantaba el rostro para imaginarse las palabras en su frente, escritas como en aquella historia de Peter Greenaway.

¿Por qué no? Le preguntó Amos con el ímpetu que revelan los descubrimientos. ¿Qué importa ahora si es lo que queremos, lo que sentimos? Se lo dijo en el sueño, se lo estaba diciendo ahora con más frenesí. María, como en su eterno insomnio, negó rotunda con sus labios insobornables y el dolor de volver a prohibirse lo que más esperaba le exigió recordar que en esa indestructible vigilia era ella quien se había deslumbrado varios días atrás con las palabras, la mirada y la mano extendida de Amos, que hoy sigue sin entender el porqué del sempiterno silencio de aquella mujer que aún no ha terminado de encontrar.


martes, julio 27, 2010

sábado, mayo 15, 2010

Coliflor en Nieblas, Héctor Abad Faciolince.

Haces volteretas con el cuerpo y la imaginación para evadir la tristeza. ¿Pero quién te ha dicho que se prohíbe estar triste? En realidad, muchas veces, no hay nada más sensato que estar tristes; a diario pasan cosas a los otros, a nosotros, que no tienen remedio, o mejor dicho, que tienen ese único y antiguo remedio de sentirnos tristes.
No dejes que te receten alegría, como quien ordena una temporada de antibióticos o cucharadas de agua de mar a estómago vacío. Si dejas que te traten tu tristeza como una perversión, o en el mejor de los casos como una enfermedad, estás perdida: además de estar triste te sentirás culpable. Y no tienes la culpa de estar triste. ¿No es normal sentir dolor cuando te cortas? ¿No arde la piel si te dan un latigazo?
Pues así el mundo, la vaga sucesión de los hechos que acontecen (o de los que no pasan) crean un fondo de melancolía. Ya lo decía el poeta Leopardi: “como el aire llena los espacios entre los objetos, así la melancolía llena los intervalos entre un gozo y otro”.
Vive tu tristeza, pálpala, deshójala entre tus ojos, mójala con lágrimas, envuélvela en gritos o en silencio, cópiala en cuadernos, apúntala en tu cuerpo, apúntala en los poros de tu piel. Pues sólo si no te defiendes huirá, a ratos, a otro sitio que no sea el centro de tu dolor íntimo.

Y para degustar tu tristeza he de recomendarte también un plato melancólico: coliflor en nieblas. Se trata de cocer esa flor blanca y triste y consistente, en vapor de agua. Despacio, con ese olor que tiene el mismo aliento que desprende la boca en los lamentos, se va cociendo hasta ablandarse. Y envuelta en niebla, en su vapor humeante, ponle aceite de oliva y ajo y algo de pimienta y sálala con lágrimas que sean tuyas. Y paladéala despacio, mordiéndola del tenedor, y llora más y llora todavía, que al final esa flor se irá chupando tu melancolía sin dejarte seca, sin dejarte tranquila, sin robarte tu tristeza, pero con la sensación de haber compartido esa flor inmarchitable, con esa flor absurda, prehistórica, con esa flor que los novios jamás piden en las floristerías, con esa flor de col que nadie pone en los floreros, con esa anomalía, con esa tristeza florecida, tu misma tristeza de coliflor, de planta triste y melancólica.

Del Tradado de Culinaria para mujeres tristes.

viernes, abril 02, 2010

A Solas con Margarita Rosa de Francisco



En este bendito y de vez en cuando maldito intrígunlis que se le vuelve a uno la vida, se es de emociones y de razones. Cuando son las emociones, en pocos momentos, que ojalá fueran muchísimos más, viene la maravillosa perspicacia, en muchas ocasiones a hacernos aterrizar y a darnos golpetazos de los que a ratos es muy complicado incorporase invicto. Pero también, ¿y por qué no?, es delicioso entregarse sin miedo a las emociones, ésas, quedan indelebles, las sensateces se recuerdan, aunque no dejen tantas huellas como los estremecimientos.
Así no aparezca en ninguno de los diccionarios del español, no hay tal vez nada mejor que destutanarse por lo que se siente, por lo que se sueña, por los sobresaltos de otros que nos turban también a nosotros. Finalmente es por eso que se atraviesa de un lugar a otro, por sobrecogerse al mirar, al leer, al cantar, al escuchar una historia que tal vez se escuchó de antes, se vivió, se miró de cerca o de lejos. 
Aunque lo he intentado, juro que lo he hecho, pocas veces he logrado que la mesura le gane a los excesos, como ayer en la noche cuando volvieron a ganar las conmociones y en el marco del Festival de Teatro estuve en el estreno de A Solas con Margarita Rosa de Francisco, del gran escritor y director Sandro Romero Rey. No podría ser distante ni objetiva, por una y otra coincidencias que me permitieron estar cercana a varios de los momentos de la historia que Margarita Rosa entrega sin reservas, como si estuviera A Solas, en su más profunda intimidad.
Hace mucho tiempo ya, tanto que ni importan las fechas exactas, de nuevo, lo que interesan son los sobresaltos, en esas épocas en los que mis profesores intentaban calmar tantos ventarrones, comenzó un nuevo año escolar y llegaron al colegio un grupo de chicas que muy pronto llamaron la atención, pero una de ellas, aunque hacía varios esfuerzos por no hacerlo, no podía pasar desapercibida. Su nombre era Margarita Rosa, hija de dos seres maravillosos, ella, reina de belleza y diseñadora, él, un arquitecto que prefería cantar y actuar. Al poco tiempo después, Margarita no sólo aparecía en diversas publicidades, hacía también parte de una película dirigida por Pascual Guerrero, a la que llamaron Tacones. Nuestros encuentros largos eran en el baño del colegio, coincidíamos cuando nos habían obligado a peinarnos porque pretendíamos hacerle la competencia al león de la Metro Goldwyn Mayer, ahí comencé a conocerla, aunque no creo que se termine de conocer nunca su fuerza, su desmesura, su entrega y su grandeza.
Después llegaron otras maravillosas casualidades, comencé a escribir para El País, de Cali y la entrevisté, luego un amigo en común, el maravilloso pintor Carlos Alberto Zuluaga, nos hizo reencontrar. Pero tal vez el momento imborrable fue en 1993 cuando tuvimos un inmensa reunión para un proyecto al que muy pocos le apostaban y la desproporción de su éxito nunca nadie la alcanzó a calcular.
Recuerdo como si fuera ayer aunque ya han transcurrido diecisiete años esa primera escena que grabamos en la que Margarita se desplazaba de un lugar a otro en un hotel con su personaje, Teresa, que aún no se había cambiado el nombre a Carolina Olivares. No hablaba, sólo caminaba y yo desde la móvil haciendo mi trabajo de script me quedé mirando como ella, experta manejando zapatos altos en su trabajo como modelo, torció los tacones y caminó con la inseguridad de una recolectora de café a la que llamaban Gaviota, aunque aún no habíamos siquiera mirado un cafetal. Mire muy seria a Pepe Sánchez y le dije, Pepe, esta mujer va a enloquecer a Colombia entera, pero jamás imaginé lo que propiciaría ese fenómeno llamado Café con aroma de mujer. Era ella y nadie más que ella, no nos digamos mentiras, claro, no se puede dejar de un lado la historia, el mejor elenco de actores, el inmenso director, todos los que conformábamos el equipo técnico que durante dos años contamos esa historia, pero ese magnetismo, esa fascinación es intrínseca de Margarita Rosa, aquélla a la que la cámara en cualquier formato adora y la que desde el proscenio envuelve al público que hoy hechizado no deja de aplaudirla.
Vino después Antonia, la corredora de bolsa de Hombres, aquí hago un alto porque mi trabajo como editora de esta serie en televisión es lo que más me hace enorgullecer, por infinidad de motivos, pero en primera fila, reencontrarme con Margarita Rosa, asombrarme de nuevo con su entrega, su capacidad para arrollar, y claro, en el mismo renglón, todo lo que aprendí del Maestro, del amigo, de esa desmesura llamada Carlos José Mayolo.
Pasan los años y ahora que me atrevo a confesar que mi gran proyecto es contar historias, siempre vienen a mis recuerdos esos momentos y muchas histriones que me asombraron y lo siguen haciendo, pero nadie como ella, seguramente es por eso que se convierte en el Jean Pierre Léaud de Francois Truffaut, o en el Robert de Niro, hoy Leonardo Di Caprio de Martín Scorsese, tal vez también, razón por la que es la imagen de Margarita Rosa con su inmensa capacidad de entrega la que llega a posesionarse del personaje femenino que está en cada guión que he venido escribiendo en estos años de querer sólo narrar.
Bastó que comenzara la función para que ella lo reafirmara, y claro, no podría negar que me sentí demasiado cercana porque esa historia también hace parte de mis vericuetos, pero hay un mucho más allá, sólo Margarita Rosa podría haber ofrecido esta renuncia a lo más profundo de su ser, sólo ella en la búsqueda de "este desenlace feliz", tendría la entereza que mostró en su estreno para brindar su más íntima esencia y su verdad.

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