domingo, agosto 30, 2009

"Aguarda sin partir y siempre espera"

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya - así en la costa un barco - sin que al partir te inquiete. Todo lo que aguarda sabe que la victoria es suya; porque la vida es larga y el arte es un juguete. Y si la vida es corta y no llega la mar a tu galera, aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa.

 
Antonio Machado.






Dice Joan Manuel Serrat que De vez en cuando la vida te invita a salir con ella a escena, pero tú dices que ese de vez en cuando es siempre, la vida se parece más a una puesta en escena que los muchos fragmentos de ilusiones por los que has respirado. Y aunque a ratos, casi siempre, la vida es mejor en eso, en el cine; los vericuetos, inicios y finales de la jornada en muy pocas ocasiones logran ser fielmente reconstruidos.

 
Un día te despiertas y lo descubres, ya está en ti inmerso, como si fuera parte de tu química, de tu física, y como si lo exhalaras con cada aliento; tu persistencia retiniana se empeña en las anomalías y sólo puedes ver tu relato a 24 cuadros por segundo. Todo lo que piensas y lo que cuentas quieres que se parezca a una historia de amor, o a la del más grande gángster, o quizá a una historia de piratas, como dice otra canción, la del pescador de Pedro Guerra que menciona escaleras de palabras, o a una más en la que habla sobre la gente que muere en el borde, también, de calda palabra.

 
Te quedas allí entonces, con las canciones, los poemas, los cuentos, las novelas, las películas, en fin, historias, ficciones; allí es donde te embelesas cada vez que quieres que te cuenten aunque desde siempre tuviste claro que tú eras el que quería contar.

 
Y caminas, andas muchos tramos, infinitos caminos, y sólo para buscar esos instantes inolvidables, para hacerlos inmemorables, pero de pronto te das cuenta que las grandes pasiones sólo las sientes cuando las luces se apagan, y cuando en la pantalla se proyectan una hilera de besos interminables que en vez de reír te hacen llorar de melancolía, y a mares, como Girondo y Cortázar juntos.

Pero no te conformas con sólo mirar, también tú quieres contar, también quieres ilusionar. Te quieres convertir en el mago que sorprende al que mira.

Luego buscas con quién mirar, con quién mostrar y a quién te diga que lo has transformado, pero te equivocas una y mil veces. Y te agotas, crees que lo has inventado, que nunca existirá más que en tus páginas, esas que tal vez permanecen abandonadas en los armarios del olvido. Te deslumbras en tantas ocasiones que encegueces, hasta que simplemente lo dejas en el abandono porque crees que ni siquiera te puede pertenecer.

Entonces vuelves a caminar, en solitario, lanzando de vez en cuando unos dardos que no sabes si apuntaron exactos en la diana y menos aún, si lograste acertar.

Avanzas por recovecos hasta que te encuentras frente a varios ojos que brillan y te miran a veces con asombro, otras con rabia, con celos, embeleso, y unas pocas, como si fueras el perfecto ser para reinventar. Y eso te da un poco de temor, pero te quedas ahí por varios años dejando que te observen y aprendan de ti, que te arraiguen, que te enorgullezcan, que también te decepcionen hasta que el dolor te haga encorvar tu cuerpo. Luego, aunque no lo quieras, también te llega el hastío y vuelves a preguntarte dónde quedaron tus sueños, tus historias, las que querías contar.

En la madrugada llegan de nuevo las preguntas, el porqué has olvidado lo que siempre soñaste hacer y el porqué ahora te entregas sin más y hasta los tuétanos, a esos sueños que no son los tuyos.

Recuerdas entonces que una tarde se te fue el aliento cuando en uno de esos instantes de 24 cuadros por segundo viste a la mujer en la que te querías convertir en algunos años, hacia el final, cuando pensaras que habías saldado varias de las cuentas que el camino se había encargado de cobrarte. Su imagen, su ser, su lealtad y su amor siguen en tu mente indelebles, mientras, en la imagen ella continúa escribiendo y maldiciendo para encontrar la mejor frase que plasme su historia. Sigue en frente de una playa mientras el otoño le permite la llegada al invierno, y junto a ella el hombre al que siempre ha admirado y al que quiere acompañar hasta que uno de los dos pronuncie el último adiós.

Nuevos viajes y nuevas valijas te hacen embriagar con aquellos territorios que creías lejanos. Te sientas en las escaleras del muelle, hueles despacio la sal del mar que te trae historias del mundo, miras por largo rato los rostros de uno y otro lugar, escuchas sus voces en idiomas que no conoces, pero quieres aprender. Ellos también te observan como queriendo depositar en ti los mil y un relatos que traen bajo sus hombros. Y prometes regresar a esa arena porque lo reconoces como tu lugar.

Y aunque los dolores viejos te habían hecho cerrar las otras puertas y ventanas, una sonrisa, una voz, la historia que creías una de tus tantas quimeras es tan cierta como esa existencia que te hace renacer, que te llena de emoción, como el vértigo que te produce la grúa desde donde oteas la ciudad y el más allá de su mar.

Emprendes una travesía con él cuando te invita a entrar a sus jardines llenos de magia y fantasía, y ahora, aprendes de nuevo, sólo esperas, despacio, como el pescador que en silencio aguarda a que la marea amaine y desentrañe el atardecer en su horizonte.





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