lunes, marzo 03, 2008

A propósito del 4 de marzo... Pero de 1977

Si la memoria no me falla corría el año 1977, eran las vacaciones de julio y yo iba a entrar a cuarto de bachillerato. Hasta ese año habían logrado aconductarme en el colegio, mucho tiempo dedicaron tanto la señorita Bethzabé, como la señora Gloria y la incansable Ofelia que intentaron por todos los medios convertirme en una digna representante del más prestigioso colegio de la ciudad de Cali. Pero los recuerdos que seguramente ellas querían que yo dejara olvidados en las paredes y en las calles cercanas al Liceo Ciudad de Cali, ese año y el siguiente, salieron completamente a flote. Me gocé hasta el borde del delirio mi primaria hasta cuando llegó tercero y mis pobres padres angustiados por no poderme encontrar un verdadero tatequieto se dieron cuenta que don Salvador iba a terminar de malcriarme, recuerdo como si fuera ayer un día en que subí al bus y había una niña en mi puesto que era al lado de don Salvador, casi la mato a pellizcos, el viejo hermoso optó por calmarme, no sin antes reír intentando que yo no me diera cuenta, pero de boba no tenía ni un pelo y no iba a permitir que me desplazaran de quien me consentía, no como padre si no como el peor abuelo alcahueta y hasta la exageración porque nunca pudo tener hijas mujeres. Y cómo es la vida de rara, ahora, hace muy pocos días vine a enterarme que el motivo de estas páginas también estudió en ese colegio en donde se entreveraron varias de las rebeldías que hasta hoy me acompañan. A mí me sacaron de ese Liceo y me metieron, sin consultar, claro, al otro Liceo, al de las niñas bien de Cali, no hay que dar muchas vueltas para saber cuál era, lógico, el Liceo Benalcázar. Me sentía como el bicho más raro del mundo, nunca se me olvida que me mandaron al último puesto y sola, porque como venía de colegio mixto era algo más que rara y atravesada. No iba a ser nada fácil meterme en la cabeza que la tensión y el ritmo llevaban a la excelencia que siempre se ha perseguido dentro de la visión educativa. Y ahora soy docente, ¡hágame el favor! Planeé muchas cosas para mi vida, pero en la que menos pensé fue en ésa.
Al final de tercero de bachillerato ya pertenecía al panal, pero llegaron los zánganos como en bandada y remontaron los recuerdos, la libertad, muy cercana al desmadre, pero eso era lo que quería vivir. Ya Mario Puzo me había hecho adorar a Sony Corleone, ya no miraba de lejos Le Bilbouquet, si no que se convertía casi en mi oficina de los fines de semana que comenzaban desde el jueves porque había ladies night. Travolta estaba a punto de gritar “Al Pacino” mirándose al espejo y llegaría a la pantalla para que yo tuviera que disfrazarme y entrara a verlo y me enamorara perdidamente de él, a tal punto que en cuarto de bachillerato armamos un grupito de rebeldes y luego nos llamaron el grupo Travolta, la presidenta no era nadie más que esta servidora que no dejó ni un espacio libre en sus paredes y la plagó de afiches y fotos de Travolta, Andy Gibb, John Lennon, y por su puesto: Freddie Mercury, el que le ganó a todos en pasiones y amaneceres y que le debo a Manolo Bellón por su programa de rock Midnight Especial. Aprendimos a bailar primero como en Saturday Night Fever y luego como en Grease, hicimos una revista musical que tenía en la primera fila a Margarita Rosa de Francisco que llegó al colegio y alborotó sólo con sus largos crespos y su risa clara, con ella estaban también Adriana Herrán, quien puso la cuota de los únicos papás de pelos largos que llegaban a las reuniones de padres y Matilde Suescún, hija del poeta Nicolás Suescún; todas ellas comenzarían a pedir permisos de tarde en tarde para ensayar con los cineastas que en los pasillos tildaban de locos y drogadictos, mientras yo persistía en llevar la contraria y en encantarme con muy pocas clases, pero inolvidables: teatro, que era deplorable hasta que llegó a dirigir el grupo Cristóbal Errazuris, el único profesor que nos hacía literalmente pagar balcón y suspiros, cuando estaba recién desempacado de Francia donde había estudiado pantomima con Marcel Marceau, Eulalia Carranza que nos hizo descubrir la literatura y recitaba poemas en una y otra clase mirándonos fijo a través de sus lentes gruesísimos y Mary de Patiño que nos dictaba historia del arte. Algún tiempo después llegó Margarita Garrido y nos hizo adorar la historia patria. De resto, contaba las horas y los segundos para volarme a fumar cigarrillos o para ponerme los patines y llegar hasta el Berchmans, cuando estaba en Juanambú, claro. Los viernes eran los días de morral y patines con medias de colores del patio del Liceo, directo al patio de los niños, los primeros novios, los primeros embelesos y los primeros excesos, también. En el 78 o a comienzos del 79 mi padre estaría a cargo de la importación de unos vídeo tapes para beta, claro. Y las pesadísimas panelas invadieron la cuadra y llegó a mis manos, ya ni sé cómo, Expreso de Medianoche de Alan Parker, una película que había visto insistentemente en cine y apenas la tuve en vídeo pretendí que hasta un niño de menos de doce la viera con mi misma furia, pero furia fue la que le dio a mi madre cuando me encontró mostrándole a varios vecinitos la atrocidad de historia que hoy sigo amando igual porque fue la historia que luego mi hizo entender cuál iba a ser mi embeleco de ahí en adelante. El embeleco, claro, no paró ahí. Se entrevera uno tanto hilando recuerdos que volteo a releer y ya ni sé hasta dónde me pueda llevar lo que iba a ser una introducción. La culpa de todo la tiene Sandro Romero, ya cuento por qué.
Vuelvo entonces al comienzo de la historia, las vacaciones del 77, adolescencia e insoportabilidad pura, mi madre optó por dejarme ir con Martha, mi tía loca, la más joven, la compinche de siempre. El lugar, Timba, en el Valle, porque también hay Timba en el Cauca. Nos enchusparon en un tren y el destino era la finca de unas amigas de mi tía. El tren era todo un acontecimiento y nunca me he caracterizado por poderme quedar quieta durante varias horas, entonces mi tía para calmar las ansiedades me entregó un libro que acababa de leer y le había gustado mucho, no sé si me contó que el autor acababa de morir o no, no sé si ella también era una ferviente seguidora de él, pero el título ya de por sí fue atrayente y recuerdo muy bien la edición y cada página que me fue entregada como uno de los más importantes tesoros que forjarían lo que he sido y soy hasta ahora. El título, claro, Qué viva la Música, el autor, muy pocos no lo saben: Andrés Caicedo, y sus páginas una a una: enloquecimiento puro. Todos mis amigos eran de Tequendama, casi todos también, inhalaban y fumaban cuanta cosa les pasara por el lado, pero como éramos las niñitas nos protegían y no nos dejaban fumar ni marihuana. Pero en esas páginas no sólo se hablaba de marihuana, sino de Lluvia y Nieve, es más, una página entera. Y dos más adelante, la frase que me cambió la vida en ese momento, la frase que me permitió ir en contra de la tensión y el ritmo y armar la tremebunda en el parquecito donde nos reuníamos las del club de raras del Liceo. Ahí estaba, contundente, desmintiendo que teníamos que llegar a la excelencia, a ser las mejores madres, las mejores mujeres, las inigualables profesionales, y sin más decía: ¿Cómo se mete de puta una ex-alumna del Liceo Benalcázar?
Yo, nadie más que yo, tenía la súper bomba en mis manos. Desde los primeros días de cuarto de bachillerato dejé atrás la ñoña en la que me habían convertido y volvió la libertad, la irreverencia y Andrés Caicedo con su frase reveladora, con las palabras que leeríamos una y otra vez, totalmente a escondidas porque el libro fue evidentemente prohibido en el colegio, bajo la sombra del árbol que hoy ya ni siquiera existe, pero en ese momento era nuestra casa del árbol, allí donde planeábamos hacerle maldades a la profesora de Comportamiento y salud que odiábamos con ganas porque se había atrevido a separarnos el año pasado y dejó a tres de nuestras compañeras repitiendo. Aquí también se han educado putas decíamos, y reíamos con ganas, porque creíamos tener el mundo entre las manos por haber descubierto a Andrés Caicedo y su novela.
Después, supe lo de su muerte, después, también, llegaron a mi vida amigos entrañables suyos, esos que se encargaron de la otra educación que hoy celebro con Héctor Lavoe de fondo. Los infaltables: Óscar Campo, Ramiro Arbeláez, Carlos José Mayolo y Luis Ospina, que apareció con Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos y nos enseñó cómo se narraba en imágenes. Al causante de esta crónica lo conocí tiempo después, pero sobre todo por sus escritos y por la perseverancia en el seguimiento y estudio sobre los escritos de Andrés Caicedo. Hace unos días, cuando leía y estudiaba juiciosamente La vida de mi cine y mi televisión, escrita por Mayolo antes de morir y como siempre, minuciosamente cuidada en su edición por Sandro Romero Rey, me encontré por casualidad Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego. Por eso lo culpo de este largo flashback al que me ha remontado, porque es 4 de marzo y Andrés Caicedo está cumpliendo 31 años de haberse quitado la vida con sesenta o más pastas de Seconal, ya ni importa cuántas eran, a nadie le quedarían dudas que en esa ocasión sí no podía fallar. Leer estas historias no contadas de Andrés Caicedo me hizo recordar las vacaciones de mis catorce años cuando no tenía muy claro qué quería ser en la vida, pero sí sabía que narrar historias iba a ser parte del zambapalo de descubrimientos que se aproximaba en esos días. Todo entonces, porque alguien nos amotine los recuerdos con sus insistencias en estos dos creadores que nos cambiaron la mirada, no, mejor, no la torcieron para que pudiéramos mirar un poco más allá que acá.
Adriana Villamizar Ceballos.

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