domingo, julio 30, 2006

Los Delirios de Adrián

“Así como todo demonio es un ángel que ha caído, todo ángel es un demonio que ha subido.”
Alejandro Jodorowsky
Mi amigo mexicano Raúl Esquivel me ha enviado un encargo que le hice desde el momento en que supe que mi inolvidable maestro de dramaturgia Enrique Rentería Villaseñor había publicado su primera novela Cartografía de Animales Celestes. No pudo conseguirme ésta, pero seguramente se dio a la tarea de desentrañar de la Gandhi o de El Sótano el siguiente título: Los delirios de Adrián. Y la espera se convirtió en maravillosa caja de sorpresas. No puedo hablar entonces de Cartografía… Pero sería imposible no mencionar unas cuantas anotaciones sobre Adrián y sus delirios. Las sorpresas no son por la escritura agradable y trepidante que envuelve sin permitir descansos en la lectura, no. Era de suponerse que un dramaturgo, cineasta, guionista y poeta con la fuerza de Enrique Rentería, revelara igualmente sus agudezas en la narrativa literaria. Adrián es un personaje con el que siempre nos hacemos cómplices, así no lo debamos hacer, aunque Gabriela, su hermana, tenga que emprender este viaje que recuerda un Road Movie creado por Peckimpah y Tarantino en espléndido conciliábulo; así nos parezca que Marilia a ratos se asemeje a una Medusa y en otros a una dulce mujer que por amor ha caído en la más desaforada de las pasiones. Cada dura frase de Adrián se hace indeleble, cada una de sus iras se convierten también en iras del lector cuando habla por ejemplo de las siete maravillas del mundo virtual, y cuando se enardece al entender que hasta el pensamiento es amateur en nuestra época. Adrián tiene sus razones para sus cóleras porque el tiempo no regresa lo perdido, sólo te entrega algo distinto que se contempla con la ilusión de encontrar ahí algo que ya no es. Luego, cómo no unirse a él en su jugarreta detectivesca para lograr que Gabriela entienda hasta dónde puede llegar su amor por ella. Es muy grato enrevesarte una tarde sin aceptar interrupciones de ningún tipo para escoltar la aventura de Adrián Alconedo, vale entonces, por la espera, por la sorpresas y por esta buena pieza literaria.

viernes, julio 14, 2006

Fabián Bielinsky Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella Grandes pérdidas para el cine
Aún no salíamos de la tristeza por la muerte del cineasta argentino Fabián Bielinsky cuando en el periódico aparece la noticia del suicidio del talentoso uruguayo Juan Pablo Rebella, Al cine latinoamericano le harán mucha falta estos dos realizadores cinematográficos que nos dejaron asombrados con sus narrativas.
Tanto 25 Watts, como la encantadora y melancólica Whisky de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Y luego cómo no reseñar el magnífico suspense que Bielinsky manejó en Nueve Reinas, que recuerda al inventor de la intriga en el cine, obvio, no puede ser nadie más que Alfred Hitchcock. Hasta hace poco llegó El aura, protagonizada también por el excelente actor Ricardo Darín, quien nos enreda con su pasado indescifrable y los ataques de epilepsia que le dan todo tipo de licencias ante el espectador. El luto nos llega entonces con la despedida de estos dos realizadores de los que ya no podremos ver nuevos e inteligentes títulos cinematográficos
A Harvey 26/07/1968-18/12/1991 Anoche soñé Con la melancolía Que me deja tu ausencia, Con tu rostro lejano Que ya no podré ver No me acostumbro No quiero creerlo Pero es que ya no estás Quisiera que estuvieras De nuevo a mi lado Escucharte de nuevo, Perderme en tu risa, Devolverte aquellas horas Que tal vez no pude darte, Tan sólo mirarte, acariciarte. No me acostumbro No quiero creerlo, Pero es que ya no estás.

lunes, julio 10, 2006

ENCARGO
No me des tregua, no me perdones nunca. Hostígame en la sangre, que cada cosa cruel sea tú que vuelves. ¡No me dejes dormir, no me des paz! Entonces ganaré mi reino, naceré lentamente. No me pierdas como una música fácil, no seas caricia ni guante; tállame como un sílex, desespérame. Guarda tu amor humano, tu sonrisa, tu pelo. Dálos. Ven a mí con tu cólera seca de fósforos y escamas. Grita. Vomítame arena en la boca, rómpeme las fauces. No me importa ignorarte en pleno día, saber que juegas cara al sol y al hombre. Compártelo. Yo te pido la cruel ceremonia del tajo, lo que nadie te pide: las espinas hasta el hueso. Arráncame esta cara infame, oblígame a gritar al fin mi verdadero nombre.

POEMA
Te amo por ceja, por cabello, te debato en corredores blanquísimos donde se juegan las fuentes de la luz, te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz, voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago y cintas que dormían en la lluvia. No quiero que tengas una forma, que seas precisamente lo que viene detrás de tu mano, porque el agua, considera el agua, y los leones cuando se disuelven en el azúcar de la fábula, y los gestos, esa arquitectura de la nada, encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro. Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo, pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio, esa sonrisa. Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino es también la luna y el espejo, busco esa línea que hace temblar a un hombre en una galería de museo. Además te quiero, y hace tiempo y frío.
Julio Cortázar.

jueves, julio 06, 2006

lunes, julio 03, 2006

No un poeta, El poeta



SÁBADO DE GLORIA
Un grillo del tamaño de la noche extiende en mis pupilas su canto Es el grito de una hoja que contemplo asombrado (Voy tras la huella de mi paso) Su sombra del tamaño del día Del tamaño del parque en el que canto Es la fuente que me habla (Sigo la vertical en donde caigo) ¿Soy el grillo o el canto?

SOLIPSISMO DEL DESEO
Suposición Tal vez la muerte Sepa nuestro nombre Pero yo me lo guardo En la conciencia
Destello
Abro tu piel y encuentro Mis palabras vestidas con tu cuerpo
Fulgor Tu mirada juega desnuda entre mis poros
Naturaleza
Desciendo por tu carne Toco el fondo Un suspiro de ansia Abre las letanías de la noche
Cantar de la memoria. México, Conaculta-Plaza y Valdés, 1989, pp. 13, 34
DOLOR
Las horas de la noche con su vaivén de ruidos, murmullos de objetos que se arrastran, el chirrido creciente de una bestia que habita el patio. Y que no he visto Los ruidos amortiguados de otros seres El viento —cuando hay viento— que lame las paredes con el papel secante de su lengua de dardo; La agonía y el dolor y los quejidos El ronroneo tenaz de las bombas de agua El resoplido de los frenos en la mañana precoz Nada de gatos hace mucho tiempo Aviones y helicópteros que rompen No el silencio porque no hay silencio en todas estas horas de la noche que se arrastra con su vaivén de ruidos en ascenso.

Roberto Vallarino, poeta de lo inenarrable

El 2000 estaba llegando a su fin y el mundo, a pesar de cincuenta y un mil predicciones no se había acabado, me pregunté hasta qué año iría la última frase del canto en los cumpleaños y qué nuevas fechorías inventarían a partir del siguiente año en cuanto a numerología y el sorteo de nimiedades que fantaseamos para caminar con paso firme, eso que no había logrado desde agosto de 1998 cuando llegué a tierras mexicanas y me encontré “de plano” con varias arenas movedizas que ya hoy, no entiendo muy bien cómo logré esquivar. A veces me sentía en el mismo vagón, con ese boleto equivocado de donde no puede huir Bates, el personaje de Woody Allen en Recuerdos. Miraba igual hacia el otro vagón en donde viajaban la desmesura, los excesos, el placer, la vida, que finalmente seguía mirando desde el otro compartimiento, como una fantasía que quería personificar y no sólo poner en escena para los otros. Pero no todo fue un desastre, hubo gente y lugares maravillosos, cómo voy a olvidar Xilitla, ese escondite creado por Sir Edward James donde parece haber un convenio entre Escher y Alicia en el país de las maravillas; allí donde las escaleras se detienen en el cielo y lo único que puede aturdir es el sonido maravilloso de una cascada cristalina. Tantos lugares que quedan sin nombrar y tal vez muchas personas que no es posible dejar atrás, mi adorable doctora Marta Montoya, Esquivel y su familia, Michel Solano, Elena Paz Garro y los recuerdos de sus padres, Guillermo Vega y Jacobo con sus cartas; y los maestros Emilio Huerta, Héctor Anaya, Enmanuel Carballo, Enrique Rentería, Eduardo Cassar, Aurora del Villar, Hugo Gutiérrez Vega, David Martín del Campo, Tomás Pérez Turrent, Alejandro Céssar Rendón, Óscar de la Borbolla, Gabriela Inclán y, como en los créditos de las películas, el invitado de honor: Roberto Vallarino, quien llegó al final de mi estancia en México para que a pesar todo se instalara mi amor por esa ciudad que te anuncian como la más patidifusa y grande del mundo. Así es, aunque suene al pavoroso lugar común, las buenas fiestas se ponen mejores al final, por eso, cuando sólo contaba los días para seguir tal vez evadiendo melancolías y regresar a casa porque me quedaban escasos dos meses para finalmente poder encender la chimenea de mi casa en el edificio la Concordia de Bogotá, una de las historias más enrevesadas me llevó al encuentro maravilloso: Roberto Vallarino, el Poeta, con mayúsculas en cada una de sus letras, el que podía esculpir lo que otros apodaban inenarrable.Me escabullía de una mujer de cuyo nombre lamentablemente suelo acordarme bastante, pero es que sería imposible olvidarla. Algunos años atrás se había quedado ciega por una enfermedad genética y quería culpar a los otros por su dolor, pero en mí encontró el blanco perfecto para expulsar sus males y yo, ingenua y ubicada en exacta posición de víctima me alisté en primera fila para que ella saldara sus deudas con el universo. Con ahínco se dedicó, entre otras, a no permitirme dirigirle la palabra, a que no me acercara mucho a ella porque inmediatamente me haría expulsar de su país alegando que yo intentaba, simplemente, matarla. Qué iluso se puede ser en un momento así, como si estuviera escuchando el más terrorífico de los cuentos de espanto creí cada coma y cada punto seguido, a tanto llegué que un día me reconocí presa del pánico en un espejo situado en la estación de San Ángel; corría sin mirar atrás porque un ciego se me había acercado a pedirme dinero. Imploré por un no más y llegó muy pronto. Alguien que había conocido por mi adorable maestro Héctor Anaya, quien me dio la oportunidad de aprender de su mano en el programa de radio Abrapalabra, llamó para decirme que un escritor mexicano muy importante estaba necesitando una asistente. “Claro, yo puedo sin ningún problema”, le dije. “Hay sólo una cuestión que no sé si te importe, no es una persona fácil y menos ahora, Roberto necesita alguien en este momento porque se está quedando ciego”. De repente sentí que si existía Dios, se estaba comunicando directamente conmigo. “Claro, ¿a dónde tengo que ir y cuándo?, le dije sin dudarlo ni por un segundo. Lo sentía, o lo sabía, no era ninguna simple coincidencia, la vida me ponía en eximia bandeja un momento para reivindicarme y encontrar las respuestas al acoso tan inescrutable que mi compañera de estudios de la Escuela de Escritores había emprendido sin más motivos que por dos hechos que se manifestaban fácilmente: ser colombiana y de repeso, tener un promedio más alto que el de ella. Las lecciones no son tan simples. También, por la magia que envolvía la coincidencia, presentí que la iluminación que traería el poeta a mi vida y a mis sueños no iba a ser poca, pero jamás imaginé que a unos pasos de terminar mis estudios para que oficialmente pudiera ocupar la banca de los narradores, estaba a punto de encontrar al más excelso escritor. El sólo tramo entre la estación de Coyoacán y llegar a su casa ya era completamente asombroso, su hogar, igual, sobrio, de paredes gruesas y cálido por los tonos ocres de las paredes. “Otra Adriana más, qué estigma”. Comenzaron entonces las otras casualidades, no sólo ahora en su casa había tres Adrianas, su esposa, su hija y yo, si no que ya en varias ocasiones se había encontrado con mujeres que llevaban el nombre del emperador amante de Antinoo. Sonreí con sus primeras frases, aunque en su caminar había grandes dolores. Pero las carcajadas no se hicieron esperar cuando le conté la anécdota que me había llevado a él a ojo cerrado y terquedad ciega. Si alguna vez se sueña con encontrar a un escritor que pueda recordar al Borges que todos ambicionamos ser, allí estaba Roberto Vallarino con toda su sabiduría y sin necesidad de apoltronarse a impartir cátedras y aseveraciones. Qué inteligencia en cada uno de sus testimonios, y yo, simple colombiana en territorio azteca, estaba para escucharlo, para teclear en el computador sus poemas iluminados, sus recuerdos, las columnas semanales y una bitácora de este último viaje que había emprendido desde el momento en que la diabetes le cobró cuentas pendientes, por eso las sombras cubrían ahora gran parte de su visibilidad. En esos dos cortos meses traté, no sé si quedó en intento o no, de ser su cómplice, le escuché sus travesías como al sabio que llega de la gran faena y se sienta frente al fuego para contar historias, hasta ese momento me ufanaba de saber leer, pero no, fue él quien realmente me enseñó a entonar cada línea de sus poesías indescriptibles, qué se puede decir de las frases que te llenan los ojos de lágrimas por el asombro, porque así las palabras se hubieran escuchado desde tiempos lejanos, en ese momento parecían recién descubiertas. Donde estés ahora Roberto, en ese cielo indescifrable o en el más allá de los mortales, desde mi más profundo acá, agradezco cada mañana en tu casa, cada segundo de enseñanza, conocer a maestros como Alí Chumacero, con quien me invitaste a compartir una tarde en esa clausura que te habías impuesto, cada autor que descubrí a tu lado en los recónditos pasillos de las bibliotecas de tu casa, tus viajes, los recuerdos sobre las glorias que poco te dejaron disfrutar, tu sonrisa estruendosa y cada frase que hacía temblar a los que nunca fueron capaces de hacerte dueño del pedestal que nunca podrá tener un nombre diferente al tuyo.


Adriana Villamizar Ceballos, 2006.

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